Quiero compartir con Ustedes este articulo que me enviara por correo electronico Andres Mauricio Borsetti, Activo vecino de La Boca, inquieto siempre ante la cuestion social, cuya opinion y analisis es muy valorada en la barrio, y debido a la magnitud que ha tenido la tragedia del Ferrocarril Sarmiento en lo social y politico considero oportuno darlo a difusion en esta pagina.-
Por Fabián Amico
De visita en Argentina hacia 2006, el economista poskeynesiano Jan Kregel trazó una perspectiva de la economía argentina con mucha sagacidad. Dijo: «Argentina fue extremadamente afortunada en los momentos posteriores a la crisis gracias a la pronunciada mejora en los precios de sus exportaciones, que explica buena parte del aumento de las exportaciones. Esto tuvo un fuerte impacto en la demanda agregada que le permitió al gobierno no aplicar políticas fiscales expansivas.» Kregel agregó que «el empuje de la demanda fue simultáneo a la generación de superavits fiscales». Luego, «se pasó de una etapa liderada por la demanda externa a otra impulsada por el mercado interno. La suerte hizo que no tuvieran que adoptar políticas keynesianas activas. No fue necesario ser keynesiano.»
Pero al mismo tiempo, agregó Kregel, «hay que reconocer que el gobierno no hizo nada para moderar o frenar ese proceso de aumento en la demanda. Por ejemplo, no aceptó las presiones del FMI para aumentar aún más el superávit para de esa manera pagar más deuda. Permitió que la dinámica continuara. El gobierno fue keynesiano en permitir que el proceso se desarrollara y pasara de ser motorizado por la demanda externa a la demanda local».
Estas pequeñas (o grandes) innovaciones de la política económica permitieron el ciclo de crecimiento más próspero de la historia nacional, y terminó siendo masivamente aprobado por la población en las últimas elecciones. La vía de desarrollo adoptada por Argentina en los últimos años conformó así un cierto patrón. Algunos han llamado a esta estrategia como «neo-keynesiana», un camino que trata de mantener distancia del Consenso de Washington y de la agenda neoliberal, pero que también se distancia de la estrategia de desarrollo liderado por el Estado, que estuvo vigente desde 1940 hasta el golpe de 1976. Este camino fue adoptado por otros países exportadores de recursos naturales (como Venezuela) o con economías más diversificadas, aunque recientemente primarizadas (como Brasil).
Más allá de sus diferencias ideológicas, políticas y estructurales, estos países han seguido una política económica pragmática. Se han caracterizadao (y Argentina es el mejor exponente de esto) por un mayor crecimiento económico liderado por el mercado interno, mayor progreso social (reducción de la pobreza y la desigualdad) y aumento de los salarios reales. Pero estos avances se lograron sin una política sustantiva orientada a modificar los patrones de especialización comercial y a producir un cambio estructural en el país. Más o menos gradualmente, los avances logrados en distintas esferas socioeconómicas van entrando en conflicto con las restricciones planteadas por esa carencia de políticas.
Los procesos de desarrollo y de cambio estructural verdaderos no son un lecho de rosas. Existen permanentes y complejos conflictos que el Estado debe administrar y resolver. Los procesos de cambio exigen, a su vez, un amplio apoyo de las poblaciones y clases populares en torno de una cierta unidad nacional. Ese apoyo popular no se construye con promesas de prosperidad futura o relatos edulcorados del presente. Se consigue con mejoras sociales, políticas y económicas materiales y tangibles.
En tal contexto, la tragedia ferroviaria de Once parece insinuar un punto de inflexión en la experiencia político-económica abierta en 2003. Por decirlo así, la etapa «fácil», aquella que Kregel explicaba en una actitud del gobierno que «permite» que el proceso se desarrolle, fue muy importante. Pero esa etapa terminó hace un tiempo. La etapa actual, como lo pone de manifiesto la tragedia de Once, encierra otras exigencias.
Todo el mundo sabe que la política de infraestructura es esencial para sostener un proceso de desarrollo y cambio estructural, tanto como para que no se produzcan catástrofes evitables cuyo único responsable es, finalmente, el Estado. Todo el mundo sabe que los servicios de infraestructura básica son responsabilidad del gobierno, sea porque en general el sector privado no cumple con calidad, costo y seguridad adecuados, o bien porque la inversión es tan grande y encierra tal riesgo que no puede hacerla el sector privado.
Son ideas muy básicas, pero es necesario repetirlas: el suministro de servicios de infraestructura de transporte con calidad, seguridad y costos socialmente adecuados, son tan esenciales para que la gente llegue a destino con vida como para mejorar la productividad global del sistema y asegurar el porvenir de las próximas generaciones.
En particular, el estado desastroso del sistema ferroviario es claramente un legado de los tiempos del menemismo privatizador. Pero en la etapa actual ese discurso es una cáscara vacía: tras más de ocho años del ciclo más próspero de la historia nacional, no existe justificación para semejante catástrofe anunciada. El menemismo ya es historia. Ni siquiera las denuncias de connivencia corrupta entre la Secretaría de Transporte, cierta dirigencia sindical y la concesionaria del servicio ferroviario pueden justificar la inacción oficial.
En verdad, existe aún una captura sobre el pensamiento y la práctica de los fundamentos más neoliberales respecto del papel del Estado y de la inversión pública. Como mostró Zaiat en Página/12 («Beneficio social», 26/2), esto implica un abordaje no sólo contable sobre los costos de explotación e inversión en el sistema de transporte. También hay que contabilizar la menor contaminación, el ahorro de tiempo y de combustibles fósiles, y una mejora global y genuina del sistema económico en su conjunto. Y por supuesto, el ahorro de vidas y accidentes.
A pesar de la magnitud de la catástrofe y de su tremendo impacto político y social, quizás haya tiempo para una fuerte, inequívoca rectificación. La principal reparación del Estado hacia las víctimas debería provenir de esa rectificación. En el futuro, los familiares, amigos y vecinos de los muertos deberían viajar en trenes seguros, confortables y económicos. Esta debe ser la manera de repararar el daño causado y debería ser el comienzo de una reversión de actitudes. Sin embargo, si los funcionarios públicos se escudan en palabras, o en el silencio, entonces el punto de inflexión estará señalando un principio de decadencia del ciclo tan prometedor abierto hace casi una década.